**José Carlos León redactor deportivo del diario "El Día de Córdoba" ha vivido "in situ" el recién finalizado Mundial de Baloncesto de Turquía, con su habitual buena pluma nos describe desde dentro y desde el corazón de los hechos su experiencia turca. Agradecemos a nuestro buen amigo Jose Carlos su excelente artículo y que comparta sus vivencias con los amigos del blog**
EN EL CORAZÓN DE LA DECEPCIÓN
Hace casi una semana que acabó el Mundial y diez días desde que el triple de Teodosic fulminara el corazón del baloncesto español, acabando con nuestras opciones de renovar el título o, al menos, de mantener la fantástica serie de medallas que la selección había enlazado en el último cuatrienio. Allí estuve yo, en las gradas del Sinan Erdem Dome de Estambul, en el corazón de la decepción.
Ya la primera fase de Izmir sembró de incógnitas el camino del conjunto de Scariolo. Las derrotas ante Francia y Lituania, más las grises victorias frente a Líbano, Nueva Zelanda y Canadá llenaron de dudas a un equipo que no era ni sombra del que había ilusionado en la gira de preparación. España se teme lo peor, un duro cruce en octavos y el choque ante Estados Unidos en el horizonte de los cuartos. Sólo la carambola de la última jornada con la derrota gala ante Nueva Zelanda deja a la selección segunda. Jugamos el sábado contra Grecia, un mal menor.
Hace ocho meses que tengo preparado el viaje, con los billetes sacados para el 4 de septiembre. Con el programa de competición en la mano, mi idea era ser primeros de grupo y jugar el lunes. Siendo terceros –lo más normal viendo los resultados de la fase previa- tocaría el martes, pero siendo segundos de grupo no hay límite: mi primer día en Estambul será una carrera contra el reloj desde el aeropuerto al hotel y al pabellón. Los octavos de final, y la opción de quedar eliminados a las primeras de cambio, espera.
Turquía lucha por ser un país occidental, por entrar en la Unión Europea, por llamar a las puertas de la modernidad, pero tiene rémoras que le atan al pasado. Entre ellas están la burocracia que te atrapa cuando aterrizas en el Aeropuerto Ataturk, con absurdas colas para conseguir el visado y sellar el pasaporte que desesperan al tiempo que el reloj avanza. Hemos llegado a las 17:30 y el partido empieza las 21:00. Empiezo a pensar que no llegaré a tiempo.
El metro desgrana estaciones en su viaje de ida y vuelta hasta que por fin, con el partido ya empezado, llegamos al Sinan Erdem Dome. Impresiona. Es enorme, espacioso, bello. Sus 15.000 asientos no están llenos, pero dejan ver la grandiosidad de un campeonato global. España pierde al descanso ante Grecia. ¿Imaginas que después de preparar el viaje durante meses y de tenerlo todo dispuesto hasta el próximo lunes –el día de la final- perdemos hoy y nos vamos a casa? Sólo un buen segundo tiempo evita la catástrofe y España se mete en cuartos. Serbia nos espera, pero eso será el miércoles.
Con la tranquilidad de haber esquivado la catástrofe, Estambul se abre ante nuestros ojos. Los olores, los colores y los sonidos embriagan desde el primer contacto con la ciudad. Los minaretes iluminados de las mezquitas rompen la oscuridad en la silueta nocturna y las llamadas a la oración sobrecogen al turista. Y además de todo eso, hay baloncesto.
Turquía vive los últimos días del Ramadán y el tramo final en la campaña de un referéndum que el mismo día de la final (12 de septiembre) pretende cambiar la constitución. Las calles, los periódicos y los informativos se llenan de debates en los que la población duda entre el “Evet” (sí) o el “Hayir” (no). La ciudad parece latente hasta que al caer la noche la gente se echa a la calle para romper el ayuno y celebrar con copiosas cenas los días grandes de su mes sagrado. En ese extraño contexto se mezclan los 12 Dev Adam.
Son los 12 Gigantes. En 2001, Turquía organizó el Eurobásket y la organización buscó una canción pegadiza que enganchara al público y que sirviera como bandera de la selección turca. Athena, uno de los grupos de rock más importantes del país, presentó 12 Dev Adam, una canción de apenas un minuto de duración, el tiempo justo para que sonara en los tiempos muertos. Desde entonces, esa canción es el himno del baloncesto turco, y 12 Dev Adam se ha convertido en un sinónimo de la selección otomana. Entre el Ramadán y la política, los 12 Gigantes se abren hueco en el corazón del país y hacen presente el Mundial en las calles de Estambul, en la publicidad, en la prensa, en el cartel gigante que cuelga del Puente del Bósforo o en el balón promocional que luce justo al lado de la preciosa Mezquita de Ortakoy.
Turkoglou es el Gasol turco, el primer jugador otomano que se marchó a la NBA y el estandarte de la selección que busca el oro en casa. Él es el símbolo de un país que ama con pasión el baloncesto y que se ha tomado el Mundial como una forma de reivindicar su modernidad.
El torneo avanza y llega el miércoles, el día de los cuartos ante Serbia. Vivir un partido así en la grada, rodeado de aficionados españoles llegados desde todos los rincones del país es una gozada. Los aledaños del Sinan Erdem son una riada de banderas rojas y amarillas, un orgullo en honor del campeón del mundo, un equipo que se lo juega todo a una carta.
España no entra en juego –quizás no lo hizo en todo el torneo- y va siempre a remolque. Los serbios lo meten todo y dominan el marcador hasta que a falta de tres minutos dan un tirón y mandan por ocho. Parece que todo está perdido, pero España saca la raza y con un mate de Marc Gasol se coloca con empate a 89 a falta de 26 segundos. Scariolo ordena defender hasta el final y Teodosic toma la responsabilidad. Llull le marca de cerca, hasta que un bloqueo obliga a hacer un cambio de asignación. Garbajosa se queda con el base del Olympiacos y el tiempo se acaba. Así hasta que a falta de 3.4 segundos, Teodosic lanza un triple frontal desde nueve metros, un lanzamiento absurdo, un tiro desesperado en cualquier otra ocasión. Pero el tiro entra y fulmina los sueños del campeón.
¿Hubo que hacer falta? ¿Se falló en el ataque final? ¿Se equivocó Scariolo? Todas las respuestas suenan ventajistas a toro pasado. España no jugó bien, pero tuvo las semifinales a tiro. Cuatro años antes, Nocioni falló un triple mucho más claro en el último segundo de la semifinal ante Argentina, la que luego abrió las puertas al oro de Japón. Al fin y al cabo, el deporte depende de pequeños detalles, de factores mínimos que separan el fracaso del triunfo. España se había acostumbrado a convivir con el éxito, olvidando que el resultado de un partido siempre tiene dos caras.
El Mundial se acabó ahí. Los partidos ante Eslovenia y Argentina en la lucha por la quinta plaza sobraban, tanto para la afición que había viajado hasta Turquía con otros planes –muchos gastaron cientos de euros en comprar por adelantado las entradas para las semis y la final- y parece que para los jugadores, que apenas sacaron un par de ramalazos de genio para endulzar la agonía.
¿Es el fin de un ciclo? Al menos es un serio toque de atención. Puede que la generación del 80, la de los júniors de oro, empiece a dar síntomas de agotamiento, y el relevo generacional no parece claro. El lunes coincido en el vuelo de vuelta con toda la prensa española desplazada al torneo y las tertulias echan humo. Se piden soluciones, aunque se aportan pocas respuestas. Se buscan culpables, pero nadie sentencia. Y todo porque Teodosic anotó un triple imposible, un tiro que en cualquier otra situación estaría fuera de lugar. En todo caso, el Mundial de Turquía fue una decepción para el baloncesto español, y yo tuve la suerte o desgracia de vivirla desde dentro.
AUTOR: JOSE CARLOS LEÓN (Redactor del Día de Córdoba)
Ya la primera fase de Izmir sembró de incógnitas el camino del conjunto de Scariolo. Las derrotas ante Francia y Lituania, más las grises victorias frente a Líbano, Nueva Zelanda y Canadá llenaron de dudas a un equipo que no era ni sombra del que había ilusionado en la gira de preparación. España se teme lo peor, un duro cruce en octavos y el choque ante Estados Unidos en el horizonte de los cuartos. Sólo la carambola de la última jornada con la derrota gala ante Nueva Zelanda deja a la selección segunda. Jugamos el sábado contra Grecia, un mal menor.
Hace ocho meses que tengo preparado el viaje, con los billetes sacados para el 4 de septiembre. Con el programa de competición en la mano, mi idea era ser primeros de grupo y jugar el lunes. Siendo terceros –lo más normal viendo los resultados de la fase previa- tocaría el martes, pero siendo segundos de grupo no hay límite: mi primer día en Estambul será una carrera contra el reloj desde el aeropuerto al hotel y al pabellón. Los octavos de final, y la opción de quedar eliminados a las primeras de cambio, espera.
Turquía lucha por ser un país occidental, por entrar en la Unión Europea, por llamar a las puertas de la modernidad, pero tiene rémoras que le atan al pasado. Entre ellas están la burocracia que te atrapa cuando aterrizas en el Aeropuerto Ataturk, con absurdas colas para conseguir el visado y sellar el pasaporte que desesperan al tiempo que el reloj avanza. Hemos llegado a las 17:30 y el partido empieza las 21:00. Empiezo a pensar que no llegaré a tiempo.
El metro desgrana estaciones en su viaje de ida y vuelta hasta que por fin, con el partido ya empezado, llegamos al Sinan Erdem Dome. Impresiona. Es enorme, espacioso, bello. Sus 15.000 asientos no están llenos, pero dejan ver la grandiosidad de un campeonato global. España pierde al descanso ante Grecia. ¿Imaginas que después de preparar el viaje durante meses y de tenerlo todo dispuesto hasta el próximo lunes –el día de la final- perdemos hoy y nos vamos a casa? Sólo un buen segundo tiempo evita la catástrofe y España se mete en cuartos. Serbia nos espera, pero eso será el miércoles.
Con la tranquilidad de haber esquivado la catástrofe, Estambul se abre ante nuestros ojos. Los olores, los colores y los sonidos embriagan desde el primer contacto con la ciudad. Los minaretes iluminados de las mezquitas rompen la oscuridad en la silueta nocturna y las llamadas a la oración sobrecogen al turista. Y además de todo eso, hay baloncesto.
Turquía vive los últimos días del Ramadán y el tramo final en la campaña de un referéndum que el mismo día de la final (12 de septiembre) pretende cambiar la constitución. Las calles, los periódicos y los informativos se llenan de debates en los que la población duda entre el “Evet” (sí) o el “Hayir” (no). La ciudad parece latente hasta que al caer la noche la gente se echa a la calle para romper el ayuno y celebrar con copiosas cenas los días grandes de su mes sagrado. En ese extraño contexto se mezclan los 12 Dev Adam.
Son los 12 Gigantes. En 2001, Turquía organizó el Eurobásket y la organización buscó una canción pegadiza que enganchara al público y que sirviera como bandera de la selección turca. Athena, uno de los grupos de rock más importantes del país, presentó 12 Dev Adam, una canción de apenas un minuto de duración, el tiempo justo para que sonara en los tiempos muertos. Desde entonces, esa canción es el himno del baloncesto turco, y 12 Dev Adam se ha convertido en un sinónimo de la selección otomana. Entre el Ramadán y la política, los 12 Gigantes se abren hueco en el corazón del país y hacen presente el Mundial en las calles de Estambul, en la publicidad, en la prensa, en el cartel gigante que cuelga del Puente del Bósforo o en el balón promocional que luce justo al lado de la preciosa Mezquita de Ortakoy.
Turkoglou es el Gasol turco, el primer jugador otomano que se marchó a la NBA y el estandarte de la selección que busca el oro en casa. Él es el símbolo de un país que ama con pasión el baloncesto y que se ha tomado el Mundial como una forma de reivindicar su modernidad.
El torneo avanza y llega el miércoles, el día de los cuartos ante Serbia. Vivir un partido así en la grada, rodeado de aficionados españoles llegados desde todos los rincones del país es una gozada. Los aledaños del Sinan Erdem son una riada de banderas rojas y amarillas, un orgullo en honor del campeón del mundo, un equipo que se lo juega todo a una carta.
España no entra en juego –quizás no lo hizo en todo el torneo- y va siempre a remolque. Los serbios lo meten todo y dominan el marcador hasta que a falta de tres minutos dan un tirón y mandan por ocho. Parece que todo está perdido, pero España saca la raza y con un mate de Marc Gasol se coloca con empate a 89 a falta de 26 segundos. Scariolo ordena defender hasta el final y Teodosic toma la responsabilidad. Llull le marca de cerca, hasta que un bloqueo obliga a hacer un cambio de asignación. Garbajosa se queda con el base del Olympiacos y el tiempo se acaba. Así hasta que a falta de 3.4 segundos, Teodosic lanza un triple frontal desde nueve metros, un lanzamiento absurdo, un tiro desesperado en cualquier otra ocasión. Pero el tiro entra y fulmina los sueños del campeón.
¿Hubo que hacer falta? ¿Se falló en el ataque final? ¿Se equivocó Scariolo? Todas las respuestas suenan ventajistas a toro pasado. España no jugó bien, pero tuvo las semifinales a tiro. Cuatro años antes, Nocioni falló un triple mucho más claro en el último segundo de la semifinal ante Argentina, la que luego abrió las puertas al oro de Japón. Al fin y al cabo, el deporte depende de pequeños detalles, de factores mínimos que separan el fracaso del triunfo. España se había acostumbrado a convivir con el éxito, olvidando que el resultado de un partido siempre tiene dos caras.
El Mundial se acabó ahí. Los partidos ante Eslovenia y Argentina en la lucha por la quinta plaza sobraban, tanto para la afición que había viajado hasta Turquía con otros planes –muchos gastaron cientos de euros en comprar por adelantado las entradas para las semis y la final- y parece que para los jugadores, que apenas sacaron un par de ramalazos de genio para endulzar la agonía.
¿Es el fin de un ciclo? Al menos es un serio toque de atención. Puede que la generación del 80, la de los júniors de oro, empiece a dar síntomas de agotamiento, y el relevo generacional no parece claro. El lunes coincido en el vuelo de vuelta con toda la prensa española desplazada al torneo y las tertulias echan humo. Se piden soluciones, aunque se aportan pocas respuestas. Se buscan culpables, pero nadie sentencia. Y todo porque Teodosic anotó un triple imposible, un tiro que en cualquier otra situación estaría fuera de lugar. En todo caso, el Mundial de Turquía fue una decepción para el baloncesto español, y yo tuve la suerte o desgracia de vivirla desde dentro.
AUTOR: JOSE CARLOS LEÓN (Redactor del Día de Córdoba)
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